Este monólogo narra la vida de una mujer cerca de la cincuentena atrapada por la cotidianidad y su matrimonio en su casa a las afueras de Liverpool. Shirley se replanteará su existencia el día que una amiga le ofrece viajar con ella a Grecia.
Manuel Iborra (Orquesta Club Virginia) vuelve de nuevo a estar tras las tablas de un escenario para dirigir, esta vez, a su propia esposa con un maravilloso texto de Willy Russell. Una historia que habla de un cierto maltrato silencioso sobrellevado con alegre resignación.
Durante dos actos completos, Forqué lleva el peso de toda la actuación con personajes latentes y un par de invitadas inanimadas que ayudarán a contar la historia de esta ama de casa inglesa. Aunque se trata de un texto ingenioso con una adaptación al castellano notable, la actriz es capaz de conducir al espectador de la carcajada a la propia congoja ante la inefable situación del personaje. Un personaje, Shirley, atrapado en una vida que no es la que soñaba y cuya familia no es más que un yugo para sus esperanzas.
No hay duda de que su interpretación consigue que la obra pase como una exhalación sin apenas darse uno cuenta del propio paso del tiempo. Verónica Forqué aporta al personaje una ingenuidad que lo convierte en tierno y delicado, consiguiendo llevar al público hacia los sentimientos que evoca esta mujer atrapada por las circunstancias al mismo tiempo que su buen humor aparta al público en cierta manera de la cruda realidad a la que se enfrenta Shirley en su día a día. De este modo, se convierte en una historia de liberación con un trasfondo de superación y optimismo.
Con una sencillez notoria sin recargar innecesariamente la escena, la escenografía de Andrea D’Orico juega un papel interesante al mostrar los dos mundos de los que forma parte el personaje. Por un lado, la cocina representa la vida real, el confinamiento de sus sueños entre esas cuatro paredes. Por otro, la playa es la evocación de los anhelos y las esperanzas. Ambos escenarios son lo que es y será Shirley Valentine.